lunes, 2 de julio de 2007

TiTaNeS y aLfEñiQuEs

Aquella tarde mis botas resonaron por esa pequeña calle. Te vi, tan inocentemente acurrucado, rodeado por una delgada manta con estampado escocés pero tan sucia que costaba distinguirlo. En los inviernos como este, tan fríos y llenos de incesantes vientos y heladas, la gente como tú suele adoptar este tipo de posturas. Son como estatuillas, pequeñas y vulnerables, algunas solitarias en un callejón vacío y alejado como este;. Otras, en conjunto, alineados uno junto al otro y rodeados de basureros incendiados para captar su calor leve y difuso. Mis ojos te encontraron ahí, solitario y sucio, casi como una postal urbana en blanco y negro.
Mis suelas pesadas hacían eco en las paredes de ladrillo desnudo y lograron hacerse escuchar por tus oídos desmayados. Te sacudiste un poco y levantaste gradualmente la mirada, casi al mismo ritmo con el que mis pasos se acercaban a ti. Tus ojos de traficante, inyectados en sangre, se clavaron en mi cuerpo. Entraron poderosos y astutos, desgarrándose en su trayecto por mis tejidos filosos y salieron como lo que realmente son: los ojos de un simple mercader asesino y vicioso, prófugo de la suerte misma. Los ojos de un pirata abandonado por su barco, abandonado al viento y acogido por el ocio. Un viejo lobo que camina por la ciudad, envenenando y cazando, induciendo a incontables.
Te levantaste con dificultad e hiciste un movimiento como para caminar hacia mí, pero yo estaba justo a un paso de tí antes de que pudieras concluirlo. Tan cerca, que la más mínima ondulación de mi abrigo te hubiera rozado. A esta distancia, pude observar la plaga de pequeñas gotas de sudor que invadía tu frente sucia y oscura.
Y entonces lo sentiste. Un leve y persistente cosquilleo en la parte más baja de tu pierna, justo donde acababa tu gruesa y ennegrecida calceta. Me alejé lo suficiente como para poder movernos con relativa libertad, al menos para movernos sin tocarnos. Te agachaste a rascarte mas no sentiste nada ahí, nada que hubiera podido causar la sensación. Tu cerebro captó mi segundo truco. El cosquilleo resurgió, ahora en tu mano derecha. Con la otra mano te tocaste el punto donde se producía la extraña sensación y tampoco esta vez sentiste algo que la pudiera haberla causado. Pero tus ojos lo vieron. Una negra y gorda araña con rombos escarlata en la espalda caminaba sobre tu mano. En cuanto la viste y fijaste en ella tu vista, apuró el paso y se dirigió con impresionante rapidez hacia la manga de tu chamarra acolchada. Te estremeciste. Tus ojos villanos se expandieron por el terror.
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Oíste la voz, mas no hubo labios que se movieran para dejarla salir. Mi pequeño acto terminó, logré lo que quería y en un segundo dejaste de ver y sentir al animal en tu cuerpo. Lentamente, como temeroso, el color regresó a tu rostro blanco oscurecido por la suciedad. Tus salientes pómulos brillaban por el sudor y tus parpados se entrecerraron en un gesto amenazador alrededor de esos globos adornados por finas líneas rojas en los bordes que me veian con violencia. Esos ojos intentaron despedir una advertencia tan débil y humana que me llegó a causar gracia. Me debatí por no soltar una risita burlona y seca, tan solo para hacerte saber lo pequeño que eras,
-¿Qué quieres aquí?
Tus ojos estudiaron y recorrieron mi abrigo que me abrazaba la cintura con sutileza y elegancia, dejando tan solo mis botas fuera de su abrazo ondulante. Ni voz golpeó tus oídos, pero mis labios nunca se movieron.
<<¿Te gusta?>>
Abriste y cerraste la boca repetidas veces, como haciendo un gran esfuerzo para repetirme la pregunta y cuando lo lograste, tu volumen flaqueó y tu voz se aflautó dramáticamente al final, mientras un débil suspiro excava de tus labios finos y rosados, aunque pálidos por el frió y e miedo, rodeados de una fina barba sin cuidar que prometía atacar a la piel que se le acercara lo suficiente.
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Las palabras, mis palabras resonaron en tu cabeza y tu cuerpo tembló un poco, recorrido por un escalofrió veloz y lacerante. Intente acercarme un poco más. ¿Hace cuánto no eres capaz de mantenerte sobrio por más de dos horas? Ya no solo tu cabeza, sino todo tu cuerpo transpiraba el terror que te inspiraba mi simple presencia cercana. Me aproximé un poco más y dejé que mis labios esbozaran una pequeña sonrisa que al instante provocó una mancha de humedad expansiva en la entrepierna de tu pantalón raído y ya bastante sucio.
<<¿Miedo?>>
Si, conozco muy bien esa sensación tan básica para los mortales tras siglos de provocarla. Tus dedos, aun más sucios que el resto de tu cuerpo, se movieron nerviosamente y diste un paso atrás. Me fijé en tu rostro. Incluso ahora, desencajado por el pánico, era muy bello. Observé tus facciones duras y sólidas, tu boca perfectamente formada, tu pequeña e incluso delicada nariz colorada en la punta, la salvaje barba, las cejas dibujadas exquisitamente, la barbilla partida, y los ojos. Unos ojos verdes, penetrantes y reflexivos, ahora llenos de vasos reventados y algo desenfocados. Unos ojos tan atemporales ante los que, de haber estado en buen estado, habría sucumbido.
Observé también tu cuerpo. Grácil y terso bajo las capas de ropa abultada, moldeado y estético. Tu cintura estrecha y tu espalda suficiente para albergarme en un abrazo sin final. Por simple instinto alargué mis brazos hacia ti y te acerqué venciendo tu resistencia con relativa facilidad.
Sin mucho esfuerzo, sujetándote por la cintura, te levanté apenas unos centímetros del suelo y tus pies intentaron patearme, pero tu puntería estaba tan dañada como tus sentidos. Descansé una mano en tu cuello y la sentiste recorrer la piel que cubre tu tráquea. Sentiste mis ojos entre los tuyos, los viste, buscaste con desesperación, te aferraste a ellos y no encontraste lo que buscabas. No, ahí no había misericordia.
Te observé una vez más. Un titán sosteniendo a un apolínio alfeñique, enamorándose de él y desatando una necesidad. Aproximé mis labios a tu cuello palpitante y cálido a pesar del gélido clima, y ahí se recostaron mis caninos. La vida se te escapaba por mi boca en un frenesí de diáfanos gemidos escapando por tus labios cada vez más blancos y de torpes movimientos de tus manos intentando asirse de mi abrigo. Juntos, expresábamos el inicio y el final de un ciclo, de una vida. Por fin asiéndose al abrigo, tus manos fueron cerrándose en el frió de la inmovilidad eterna. Tu centella se opacaba y resurgía en mis pupilas inmortales. Te fijaste en ellas al último y viste como destellaron por un segundo antes de que los lentes oscuros resbalaran por mi frente y las cubrieran. Al fin dejaste de moverte. Separé mi cara de tu cuello y enderecé tu cabeza. Un hilillo de saliva corría por tu barbilla doble y castaña para desembocar en tu playera de poliéster sucia.
Tomé por ultimo tu cuerpo liviano y breve entre mis brazos y lo acomodé en el pórtico donde te encontré. Lo cubrí y envolví con tu manta como un último gesto de alguna sensación humana que olvidé hace mucho tiempo, pero sabía que era correcto hacerlo. Bajé tus párpados, los besé y me di la vuelta.
Salí de una postal urbana en una galería de arte en blanco y negro al salir del callejón, o al menos así me pareció. Dejé atrás una estatuilla solitaria, una estatuilla fría y muerta, verdaderamente inmóvil, y al recordarlo, sonreí.
Aquella tarde, mis botas resonaron por esa pequeña calle, pero tus oídos ya no me escucharon.

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