miércoles, 27 de mayo de 2009

P.Va.Al

Ya me cansé de este juego tonto e infantil, de las miradas impolutas detrás de las columnas y a través de los ventanales altos y gélidos. Ya me cansé de tus labios gemelos pronunciando palabras al viento con la intención oculta y el timbre firme. Ya me cansé.
Y ya me cansé porque después de todo este tiempo, sin tú estar aquí y sin yo poder estar contigo, te sigo amando. Y ya me cansé porque a pesar de todos mis esfuerzos, la vela aun encendida no hace más que invocarte a cada noche, a cada recuerdo fortuito que logra escapar a la telaraña de mi mentira personal. Y ya me cansé, finalmente, de añorar tus ojos a cada giro, de esperar el trinar de tu risa a cada mañana, de aguardar la armonía de tus pasos a cada canción.
Me cansé. Me cansé del fantasma que me sigue, que me canta al oído esta maldita canción que no hace más que delatar mi sufrimiento. Me cansé también del otro fantasma que se burla de mis pensamientos, de aquellos que fluyen con la esperanza de llegar a tus oídos. Me cansé de que me acosen, me cansé de que me observen y sin embargo, los cargaría tres eternidades más por solo un susurro de tus labios para mí, por solo una mirada de sosiego, por solo poder despejar esta duda que me aqueja y que no me deja dormir.
Estoy cansado, has de saber, de que mis manos tiemblen tan solo con pensar en tu pecho, de tan solo añorar su tacto polar y firme. Estoy cansado de estremecerme cada vez que algo roza mi espalda y me recuerda a cómo solías pasar detrás de mí por los pasillos. Estoy cansado, si, exhausto, de que cada leve roció de otoño llene mi alma de sollozos, y estoy cansado, también, de que no estés aquí para levantarme en esos tus fuertes brazos y llevarme al centro de mi calma.
Me he cansado de esperar una respuesta a algo que no ha sido preguntado, que no ha sido expresado por la debilidad de mi lengua en tu presencia. Me he cansado de la única forma de comunicación que tenemos y me he cansado de ese igual castigador que te sigue de cerca. Me he cansado de vivir cabizbajo para no ser sorprendido, de seguir un camino que no sé si existe o si lo estoy soñando, de morir cada tarde entre los gladiolos que levantan la corola en el arrebol y se mofan de mi caminar cansado.
Estoy exhausto de esta caminata sin final, de tus risas pueriles resonando en mis oídos. Exhausto de ver tus labios, de verlos curvarse, de verlos derretirse, de verlos morir entre semillas de sandía. Exhausto de ver tus ojos siguiéndome con una expresión vacía, exhausto de todo, exhausto de ti, de lo que tú eres, de lo que podríamos ser. Exhausto de tolerar tu orgullo masculino; de soportar tu esencia acerva, acre, ácida; de perforarme los dedos para no tocarte anónimamente; de prepararlo todo para este momento, para este momento en el que nada sucede y en el que todo colapsa. Estoy exhausto, simplemente exhausto.
Ya me cansé de este juego tonto e infantil, de este baile satánico entre mármoles y antifaces. Ya me cansé de ser tu niño, de no ser nadie, de seguir bailando enmascarado. Ya me canse de que no me toques ni con el suspiro de tus barbados labios, me cansé de esperarte aquí en esta fuente rebosante de recuerdos infelices y de horas sin final. Ya me cansé de seguir amándote, de amarte tanto, de amarte siempre, de amarte solo. Ya me cansé de siempre escuchar lo mismo, la misma voz, la misma frase, la misma advertencia, la misma muerte, pero sobre todo, ya me cansé de escuchar ese latido, tu latido que me atormenta y me lastima y a cada tropiezo, a cada empellón, a cada turgencia, enmarcando la perfección de la noche.

Deseo

Deseo
Desear lo imposible, desear lo que no existe puede traer horribles consecuencias, pero también una serie de eventos graciosos, o simplemente, contradictorios. Eso es lo que me trajo aquí, hasta esta puerta blanca en mi frente, a recibir esta bofetada de realidad, esta bocanada de decepción. Y, finalmente, ¿qué se puede hacer después? Al final todos volvemos a lo mismo, a las mismas intrigas, a las mismas interrogantes. ¿Cómo pudo haber sido?
Se dice que la prohibición es el despertar del deseo, y tal vez lo sea. Lo fue para mí. La persona más inalcanzable, la persona más prohibida, esa tenía que ser, precisamente, la persona que capturara todos mis deseos, todos mis pensamientos. Se apoderó de mis sueños y nunca pude escapar de él, hasta que hoy llegué al final del laberinto, hasta llegar a la puerta a sabiendas de que justamente detrás de ella, existe un mundo dentro de un espejo. Un mundo en el que él, “deseo”, vive junto a su igual, se desarrollan, se protegen, se aman y se odian. Y me odian. Y me odio por no poder odiarlo también y por poder odiar tanto a ese igual que lo acorrala cada vez que lo intento y me acerco. Sus labios gemelos me tienen amarrado, aplastado contra el piso gélido de su ingenuidad, de su bendita ignorancia. Sus ojos símiles me toman de las rodillas y las doblan, las rompen, las amenazan y las subyugan para evitarme, para evitar esa remota cercanía. El otro me toma por el cuello y me pregunta de donde soy, me pregunta de quien provengo y me repite que aquí no hay lugar para mi. Nunca lo ha habido, nunca lo hará mientras él esté ahí.
Yo me remontó a las arcaicas columnas del descanso para revivir, para devolverme esos momentos de inusitada observación. Los momentos de intimidad ilícita, implícita y explícita que compartieron nuestras cejas ante el lente brutal que nos mantiene de una manera extraña y por supuesto imposible, unidos. Me vuelvo hacia los albores de esos tiempos entre gladiadores y mis mariposas, quienes nunca pudieron traerlo hasta mis manos, quienes llevaron cada una de mis letras hasta su memoria, quienes murieron tratando de evadir al reflejo, tratando de evitar mi propia muerte. Intercambio mi alma por un segundo de redención, por un suspiro de su lengua, por un retazo de su aliento. Lo intento todo y no intento nada, me quedo estático, imagino pequeños patrones repetidos que no están ahí y que no podrían estar. Imagino mi vida junto a él y el aleteo de mis mariposas cantando monótonamente entre las ramitas caídas del arrebolado sauce que me cubre. Un porche en la entrada, pies descalzos corriendo, las florecillas marchitándose en otoño, las esferas nocturnas alumbrado nuestro beso púrpura, nuestra alcoba cerrada con una puerta. Una puerta blanca. Esta puerta blanca podría ser la misma entrada a mi purgatorio personal, a la búsqueda de la condena por fallar en algo tan simple, tan lógico y que en mi caso, resulta tan poco natural que me ha dejado mudo y aturdido, navegando entre los crípticos y silenciosos renglones entre sus dedos, tarareando melodías sin final, sin letra, sin música.
De nuevo me llama la cofradía, la junta de infantiles caballeros sentados a la orilla del bosque, y los veo. Los veo pasar, los veo cantar, los veo exhalar fumarolas de desesperanza, las respiro, las como, las bebo, las trago, las lloro. Lloro. Lloro su ausencia perenne y sin embargo su presencia inminente me atemoriza, me sume en un frenesí de caricias diáfanas, traslucidas y, aunque divertidas, imaginarias, siempre imaginarias. Los cadetitos me dictan palabras que no hacen sentido, me rezan poemas de amor y los traducen a églogas de lejanas posibilidades. “Deseo” se ha ido. Se ha ido, para siempre desde los dieciseisavos ojillos, se ha ido de las líneas de mi mano dejando islitas, cada una mas profunda que la anterior y dentro de esa extraña sucesión, nace Berkana y me lleva hasta el más infinito soneto de soledad en donde finalmente naufrago. Me deja inerte y pegajoso el más leve murmullo desalmado que trae el viento, me permite amarrarlo y conservarlo, me permite sembrarlo junto a mi terraza de sandías y con cabeza de vaca, con una antigua especia, me vuelve a dejar varado en la maleza de sus ojos. Me tira, me hala, me lleva hasta dejarme entre la puerta blanca y un espejo fugaz, un espejo que no me devuelve a mi propio igual para ayudarme, sino que me arrebata el interior de mi único y “deseo” no puede verme más. No puedo verle más. ¿No puedo desearle más?