lunes, 30 de julio de 2007

*sToRy oF a LiFe aMoNg dRopS*

A single water-drop, rolling down his naked torso, quick, sudden, unexpected. Absorbed by his towell wrapped loosely around his low-waist in a never ending wail of hope. A second drop, faint, chanting all along its sinful way, coming charmingly to an end in an irreverent cough full of greed. The third one, careful, aware of its fate, attempted to change its destination by means of an exaggerated deviation, coming to a halt in the trail of fine and golden hair under his belly button. Surprised, it tried to run away, to disentangle itsel out of that soft and silky maze, to save itself. As the towell falls to his feet, it, the third one, realizes that it could have a clear road downwards and got some speed. It just got tighter as it kept going down. Dramatically turning away from the furry trail, avoided the worst part of it and landed gracefully over the upper part of his right thigh. Strolling now swiftly on this smooth and rosy way, feeling free and unworried, let itself go. And there it goes down his knobly knee, down his ankles and finally down to his foot, from where it jumped to the floor, extingushing immediately because of the carpet. Coming from his leaking head, a fourth, rater absent-minded drop, splattered on his neck, automatically recovering from its fall. Still confused, it zig-zagged down his hard chest, stopping quite half-heartedly at his sticking out nipple. Unbreakable, the fourth, rounded it gazing into endlessness, caring only about something that seemed to be pretty amusing but was nowhere to be seen. Continued still not paying attention to the soft tanned skin below it and started bumping during its way down his perfectly framed abs. Only then it seemed to be concious of its own movement and let a sigh slip, losing itself into his belly button, where it layed captive till it dried. He ran a hand through his golden hair and set free a hundred droplets who flew their way to the floor trying to stick themselves to his body and some others just wheezing, giggling and goggling all over the place. Down his back, another drop glided merrily, sneegering and gasping with every turn it made, leaving a glowing path where it passed and pressing as hard as it could to prevent itself from falling off as it got to his butt. He felt a tingle right there and threw it as he scratched the spot with his shiny nails. The thrown drop glared at him as it fell and it shouted a pleading sentence hidden with a wee of feeble violence. Finally, screaming itself out, the drop held a warning for its fellow water pearls. Silence and emptyness filled his smooth body. He left himself fall, causing a few more drops to twitch fighting against the swallowing carpet and finally fainting. Disregarding the warning, a brand new drop, a stronger one, summoned with a burning-red voice all of the others to take over this body. In no time, it was followed by a growing number of fat, red droplets coming from his nose. Started lining a bit down his handsome, spiky chin, forming a little but quite capable stain from where, one after the other, the drops jumped to the carpet and miraculously survived, creating a dark pool and singing a triumphant anthem. More and more drops joined them, leaving behind a maroon shadow. Raging and burning to escape, unstoppable, thet kept scurrying down his bruising jaw. The remaining drops clinging from his hair at his temple height felt his skin losing warmth, growing cooler and icy. From the depths of one of his closed eyelids, a single tear drop found its way out and rolled down his cheek, landing neatly over the growing red pool, where it finally stopped, sustained during its final moments by the ones resting there, gave a piercing, blood-freezing shout and died perfectly timed with the body from where it had came from.

lunes, 2 de julio de 2007

TiTaNeS y aLfEñiQuEs

Aquella tarde mis botas resonaron por esa pequeña calle. Te vi, tan inocentemente acurrucado, rodeado por una delgada manta con estampado escocés pero tan sucia que costaba distinguirlo. En los inviernos como este, tan fríos y llenos de incesantes vientos y heladas, la gente como tú suele adoptar este tipo de posturas. Son como estatuillas, pequeñas y vulnerables, algunas solitarias en un callejón vacío y alejado como este;. Otras, en conjunto, alineados uno junto al otro y rodeados de basureros incendiados para captar su calor leve y difuso. Mis ojos te encontraron ahí, solitario y sucio, casi como una postal urbana en blanco y negro.
Mis suelas pesadas hacían eco en las paredes de ladrillo desnudo y lograron hacerse escuchar por tus oídos desmayados. Te sacudiste un poco y levantaste gradualmente la mirada, casi al mismo ritmo con el que mis pasos se acercaban a ti. Tus ojos de traficante, inyectados en sangre, se clavaron en mi cuerpo. Entraron poderosos y astutos, desgarrándose en su trayecto por mis tejidos filosos y salieron como lo que realmente son: los ojos de un simple mercader asesino y vicioso, prófugo de la suerte misma. Los ojos de un pirata abandonado por su barco, abandonado al viento y acogido por el ocio. Un viejo lobo que camina por la ciudad, envenenando y cazando, induciendo a incontables.
Te levantaste con dificultad e hiciste un movimiento como para caminar hacia mí, pero yo estaba justo a un paso de tí antes de que pudieras concluirlo. Tan cerca, que la más mínima ondulación de mi abrigo te hubiera rozado. A esta distancia, pude observar la plaga de pequeñas gotas de sudor que invadía tu frente sucia y oscura.
Y entonces lo sentiste. Un leve y persistente cosquilleo en la parte más baja de tu pierna, justo donde acababa tu gruesa y ennegrecida calceta. Me alejé lo suficiente como para poder movernos con relativa libertad, al menos para movernos sin tocarnos. Te agachaste a rascarte mas no sentiste nada ahí, nada que hubiera podido causar la sensación. Tu cerebro captó mi segundo truco. El cosquilleo resurgió, ahora en tu mano derecha. Con la otra mano te tocaste el punto donde se producía la extraña sensación y tampoco esta vez sentiste algo que la pudiera haberla causado. Pero tus ojos lo vieron. Una negra y gorda araña con rombos escarlata en la espalda caminaba sobre tu mano. En cuanto la viste y fijaste en ella tu vista, apuró el paso y se dirigió con impresionante rapidez hacia la manga de tu chamarra acolchada. Te estremeciste. Tus ojos villanos se expandieron por el terror.
< <>>
Oíste la voz, mas no hubo labios que se movieran para dejarla salir. Mi pequeño acto terminó, logré lo que quería y en un segundo dejaste de ver y sentir al animal en tu cuerpo. Lentamente, como temeroso, el color regresó a tu rostro blanco oscurecido por la suciedad. Tus salientes pómulos brillaban por el sudor y tus parpados se entrecerraron en un gesto amenazador alrededor de esos globos adornados por finas líneas rojas en los bordes que me veian con violencia. Esos ojos intentaron despedir una advertencia tan débil y humana que me llegó a causar gracia. Me debatí por no soltar una risita burlona y seca, tan solo para hacerte saber lo pequeño que eras,
-¿Qué quieres aquí?
Tus ojos estudiaron y recorrieron mi abrigo que me abrazaba la cintura con sutileza y elegancia, dejando tan solo mis botas fuera de su abrazo ondulante. Ni voz golpeó tus oídos, pero mis labios nunca se movieron.
<<¿Te gusta?>>
Abriste y cerraste la boca repetidas veces, como haciendo un gran esfuerzo para repetirme la pregunta y cuando lo lograste, tu volumen flaqueó y tu voz se aflautó dramáticamente al final, mientras un débil suspiro excava de tus labios finos y rosados, aunque pálidos por el frió y e miedo, rodeados de una fina barba sin cuidar que prometía atacar a la piel que se le acercara lo suficiente.
<>
Las palabras, mis palabras resonaron en tu cabeza y tu cuerpo tembló un poco, recorrido por un escalofrió veloz y lacerante. Intente acercarme un poco más. ¿Hace cuánto no eres capaz de mantenerte sobrio por más de dos horas? Ya no solo tu cabeza, sino todo tu cuerpo transpiraba el terror que te inspiraba mi simple presencia cercana. Me aproximé un poco más y dejé que mis labios esbozaran una pequeña sonrisa que al instante provocó una mancha de humedad expansiva en la entrepierna de tu pantalón raído y ya bastante sucio.
<<¿Miedo?>>
Si, conozco muy bien esa sensación tan básica para los mortales tras siglos de provocarla. Tus dedos, aun más sucios que el resto de tu cuerpo, se movieron nerviosamente y diste un paso atrás. Me fijé en tu rostro. Incluso ahora, desencajado por el pánico, era muy bello. Observé tus facciones duras y sólidas, tu boca perfectamente formada, tu pequeña e incluso delicada nariz colorada en la punta, la salvaje barba, las cejas dibujadas exquisitamente, la barbilla partida, y los ojos. Unos ojos verdes, penetrantes y reflexivos, ahora llenos de vasos reventados y algo desenfocados. Unos ojos tan atemporales ante los que, de haber estado en buen estado, habría sucumbido.
Observé también tu cuerpo. Grácil y terso bajo las capas de ropa abultada, moldeado y estético. Tu cintura estrecha y tu espalda suficiente para albergarme en un abrazo sin final. Por simple instinto alargué mis brazos hacia ti y te acerqué venciendo tu resistencia con relativa facilidad.
Sin mucho esfuerzo, sujetándote por la cintura, te levanté apenas unos centímetros del suelo y tus pies intentaron patearme, pero tu puntería estaba tan dañada como tus sentidos. Descansé una mano en tu cuello y la sentiste recorrer la piel que cubre tu tráquea. Sentiste mis ojos entre los tuyos, los viste, buscaste con desesperación, te aferraste a ellos y no encontraste lo que buscabas. No, ahí no había misericordia.
Te observé una vez más. Un titán sosteniendo a un apolínio alfeñique, enamorándose de él y desatando una necesidad. Aproximé mis labios a tu cuello palpitante y cálido a pesar del gélido clima, y ahí se recostaron mis caninos. La vida se te escapaba por mi boca en un frenesí de diáfanos gemidos escapando por tus labios cada vez más blancos y de torpes movimientos de tus manos intentando asirse de mi abrigo. Juntos, expresábamos el inicio y el final de un ciclo, de una vida. Por fin asiéndose al abrigo, tus manos fueron cerrándose en el frió de la inmovilidad eterna. Tu centella se opacaba y resurgía en mis pupilas inmortales. Te fijaste en ellas al último y viste como destellaron por un segundo antes de que los lentes oscuros resbalaran por mi frente y las cubrieran. Al fin dejaste de moverte. Separé mi cara de tu cuello y enderecé tu cabeza. Un hilillo de saliva corría por tu barbilla doble y castaña para desembocar en tu playera de poliéster sucia.
Tomé por ultimo tu cuerpo liviano y breve entre mis brazos y lo acomodé en el pórtico donde te encontré. Lo cubrí y envolví con tu manta como un último gesto de alguna sensación humana que olvidé hace mucho tiempo, pero sabía que era correcto hacerlo. Bajé tus párpados, los besé y me di la vuelta.
Salí de una postal urbana en una galería de arte en blanco y negro al salir del callejón, o al menos así me pareció. Dejé atrás una estatuilla solitaria, una estatuilla fría y muerta, verdaderamente inmóvil, y al recordarlo, sonreí.
Aquella tarde, mis botas resonaron por esa pequeña calle, pero tus oídos ya no me escucharon.

**Nu3sTrA CaNc!óN**

Nuestra canción. Una trepidante melodía de angustia sofocante e inquieta; repleta de adornos exagerados y mal ubicados. Vacía y frívola, como tu sonrisa en el salón en que bailamos la ultima noche. Nuestra canción. La misma tonada que nos carcome y nos lastima noche a noche, siendo cada una la ultima y sin ser ninguna la primera; teniendo envidia de la breve niebla y atraídos por la persistente luna.

Siempre esclavos de la fantasía, nos sumergimos en un juego sin victoria ni final, de miradas tras anónimas columnas y frente a ilustres amenazas. Nuestra canción. La que se canta con silencios y se baila sin quererlo. La que se cuelga del candelabro y nos persigue aterradora, con cabeza de vaca y cuerpo de gladíolo sanguinaria, dispuesta a tomarnos para ahorcarnos con la telaraña espesa y sórdida de mi mentira personal. La misma que me jala hacia abajo, hacia tus pies de helio que se elevan y me dejan ciego y terco de quererte sin deber hacerlo.

Nuestra canción. Con ella salimos del salón y sin pensar la repetimos mientras me quitas esta camisa, botón por botón, nota a nota. Tus ojos se posan sobre mi mano revoltosa que desde tu hombro baja hasta tu ártico pecho y ahí descansa. Tus brazos me obligan a agitar mi respiración y tus dedos me sujetan con brumosa fuerza en mi lugar, junto a nuestra canción. ¿Por qué sigo contigo? Por nuestra canción. Tal vez por nuestra canción, por sentirte cerca, por la protección, por perderme en tu beso falso y estridente, por el sentido de igualdad, por simple rebeldía, por tu caricia etérea y enmascarada de ternura para crear una perfecta argucia que me deja sin argumento ni motivo para volver atrás, para mirar siquiera.

Y aún hoy sigue ahí mi camisa, colgada en el picaporte dorado como tus suaves stilettos, en la puerta de madera tostada como tus ojos secos y rayados de experiencia. La camisa blanca a rayas que me arrancaste esa noche occisa, la misma que alguien más me quitó del cuerpo boca abajo. ¿Quién fue? ¿Acaso fue una joven doncella insegura a quien llamé por tu nombre lejano y le canté nuestra canción? ¿O tal vez fue algún otro efebo confuso, como tú a quien engatusé con suave voz y etílicos ojos? No lo se...

Nuestra canción. Contaminada y celosa como tus manos, como mi misma conciencia. La que culpable y egoístamente arrepentida nos arrastra por el bosque de los amantes olvidados, donde regresan uno a uno y nos recriminan los ocasos de sus ojos y los funerales de su tiempo. Donde nos brean a preguntas y nos atormentan con memorias ya enterradas, para finalmente dejarnos totalmente in albis, para engañarnos y llevarnos con ellos por el solsticio de la juventud abandonada. Para bailar juntos, una vez más, aquella nuestra canción que efervesce con los quejidos de tu boca arcana y los murmullos de tus pies rasos, y se queda henchida por el orgullo de nuestra hecatombe y por la sangre del lago al que nos orilla lentamente a empellones. Un lago púrpura que gota a gota entona nuestra canción y la hace reverberar en nuestras manos entrelazadas, la hace frotar y trascender los sueños de nuestras torcidas mentes. Un lago que refleja las nubes llenas de este cielo malva que nos cubre en el desenlace de nuestra canción.

Una danza tribal para calmarte y nuestra canción como fondo. Una culpa imperdonable que se pierde en el nublado vidrio de tu cuerpo, en la frondosa zarza de tus cabellos enmohecidos, en el murano frío de tu aliento al maldecirme con el correr de los siglos. La melodía que creí saber y que hoy desconozco casi tanto como tú a mí, es nuestra canción que me ha dejado después de las invisibles estaciones a mi lado, a nuestro lado.

Nuestra canción me mece y me arrulla sobre las copas de los encinos, raspándome la espalda, flagelándome con sus hojas secas y endurecidas como tus pestañas en mis labios. Nuestra canción me mece sobre un sepulcro antiguo y olvidado, ataviado con tu nombre lejano que canta, una vez más, nuestra canción.